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Este blog, de pequeños relatos de vivencias actuales y de mi niñez, nació para contactar de forma diferente con familiares y amig@s.
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domingo, 10 de abril de 2011

La matanza de cochino


Aquella mañana, Gregorio el marchante se levantó con los ojos turbios. Se lavó la cara, pero las legañas seguían pendientes de sus pestañas. Abrió la ventana y el aire le refrescó.
Enfundado en su pantalón gris y camisa a rayas de muchos lavados, se dirigió a la cocina donde su mujer, Gloria, de espíritu desganado, se esforzaba por atenderle, pues sabía que aquel día estaba avisado para una matanza de cochino.
Después de tomar una rala de gofio, y sin mediar muchas palabras, cogió el cuchillo de buen maestro, tapó su cabeza con el sombrero y emprendió el camino.
A poco, se cruzó con el maestro de escuela Don Pepe de semblante sereno que, por encima de su sonrisa amable, sobresalía un bigote blanquecino bien emparejado. A su lado se le iban acercando chiquillos de cuellos sombreados de roña, de alpargatas desgastadas que golpeaban constantemente una pelota de trapo y cuyos padres se empeñaban en que tenían que aprender a leer.
Mientras, entre bastidores, los cuchillos chirriaban sobre piedras de basalto perfilando sus hojas y se lavaban y secaban al sol, los calderos, palanganas descarnadas, vasijas, y todo cuanto fuera menester.
Entró Gregorio por el traspatio donde algunos vecinos le esperaban con la atención de colaborar.
Fijó la vista en la hembra que, embuchada en su mundo y en su fango, caminaba torpemente emitiendo gruñidos.
Había completado su ciclo vital: jugueteó, copuló y amamantó a su tierna camada. Y, guiado por su sino, llegó el momento crucial.
Dentro del corral, los movimientos absurdos y resoplidos chispeantes, no impidieron que el animal cruzara una compuerta y, sumando fuerzas conjuntadas, sujetaron el cuerpo resbaladizo, le ataron las patas y con un gran impulso quedó apoyado sobre una caja de pirámide truncada.
Desde el primer momento los chillidos, cada vez más intensos, quedaron suspendidos en el aire; gritos de “i” superlativa de una agitación indefensa; alaridos fuertes que atravesaban las paredes y estremecían la piel.
Entonces, la punta asesina de su cuchillo atravesó la yugular haciendo correr la sangre como un río de lava fluida hasta perder, con sus últimos gemidos, la última gota y exhalar su último aliento.
Cuando aún el eco retumbaba en el oído, ahora teñido de un sabor ácido, la llama de aulaga crujiente, esparcida sobre su cuerpo, chamuscaba las apretadas cerdas, quedando el entorno lleno de humo, cenizas bailonas, charcos de sangre y agua y una extraña desolación.
Con un profundo corte transversal quedó desprendida la cabeza, retándole a la escena una parte de dramatismo.
Gregorio respiró hondo y enfiló de nuevo su cuchillo.
Un corte alargado llevaría a despejar el interior de su cuerpo, formado por un conjunto de piezas encajadas como en un puzzle, que asía lentamente en forma de racimo. Algunas de aspecto esponjoso, de color granate satinado; otras, en forma de tubo estrecho entrelazado, cuyo tramo final se amplificaba formando continuos repliegues y escondiendo secretamente las heces pestilentes.
Sólo quedaba descuartizar el cuerpo tendido y eviscerado. Las vasijas de barro guardaban, para mucho tiempo, la carne adobada con especias y revestida de manteca; y la carne atocinada, finamente cuadriculada y salada para su conservación.
Gregorio terminó su trabajo rutinario y recuperó fuerzas con unos tragos de vino y, como enyesque, un asado de orejas y pajarilla. Se fajó el cinto, sacó su pañuelo apretujado y despejó la nariz con una sonora espiración. Poco después marchó a su casa.
Luego vendría el trabajo inmediato, el arte de rellenar las tripas; tarea destinada a las cinco hijas de la familia. Se vaciaban de toda inmundicia y se trasegaban repetidas veces, a través de un fonil, con agua y vinagre, quedando listas para embutir. Unas, amorcilladas, con una mestura de bizcocho y sangre azucarada; otras, con los sesos y cartílagos triturados de la cabeza, se elaboraban las sabrosas butifarras y los chorizos pigmentados atados con hilo de bala y de forma equidistante.
Mientras, en la pocilga, un nuevo cochinillo ocupaba su sitio para volver a empezar.
Y la ristra de chorizos aromáticos colgados en un ángulo del traspatio, recibió aquella noche una rociada de orines humanos, fruto de la pillería de la época.

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