¡Hola! Soy Loly.

Este blog, de pequeños relatos de vivencias actuales y de mi niñez, nació para contactar de forma diferente con familiares y amig@s.
Gracias por abrir esta ventana de un rinconcito de mí.

martes, 22 de diciembre de 2020

 


                                            Manuel

  No era producto del azar la belleza de aquellos cercados de cebada que rodeaban la casa. Manuel, el jornalero, les daba vida, lo demás lo ponía la Naturaleza, casi siempre mezquina en nubes nimbos que pudieran desparramar frecuentes chubascos.

  Era otoño. Comenzaba el ciclo de la cebada coincidiendo con sus primaras lluvias. Manuel, rozando el alba, interrumpía el silencio del hogar con toques de diana para reclamar la semilla necesaria para la siembra. Momentos antes había entrado en la gañanía para echarle al camello en el  comedero su primera ración de paja.

  El recelo y entusiasmo que él ponía en su trabajo, siempre a la disposición del dueño, era admirable. Había estrechos lazos de amistad y empatía con mi padre, extendida al resto de la familia.  

  Manuel tenía el rostro tostado y curtido de años de trabajo a horas intempestivas bajo el solajero, y de muchas madrugadas enserenadas. Su sombrero negro matizado de tonos grisáceos por el polvo acumulado le cubría hasta la mitad de la frente, lo que resultaba cómico ver esa parte de frente blanquecina en contraste con el resto.  

  Un fajín negro de lana, bien ajustado a la cintura, era la línea divisoria entre la camisa a rayas, con mangas remangadas y el pantalón de color gris marengo.        

  Pero no todo era crudeza en Manuel. A su amabilidad en el trato le añadía una media sonrisa que le daba una gracia especial. Había confianza en su palabra y en su trabajo, por lo que le daba a la familia estabilidad emocional y de organización.

Caminaba Manuel con el camello encabestrado hacia el terreno. Poco después se divisaba a lo lejos una estampa labriega, un tríptico sobre la Naturaleza. 

 

 

  Delante iba el camello que, con parsimonia y ostentoso orgullo, arrastraba, sin aparentar esfuerzos, el arado romano; le seguía Manuel, descalzo, y en la imaginaria pala central del tríptico, timoneaba con mucha habilidad el arado, hincando su reja en la tierra, aún sedienta, hasta llegar al barro. Controlaba el paso del camello con las riendas, a fin de que el surco estuviera bien alineado. En la última pala aparecía Juana, su esposa, fiel colaboradora. Ella era el reverso de la moneda. Tenía otro temperamento, más interesada y avispada, según rumoreaban las paredes. Como apéndice de su vestimenta campesina, llevaba una bolsa cruzada con la sementera, cuyos puñados de grano esparcía rítmicamente a lo largo del surco.

  Antes de que el verano anunciara la cosecha, y cuando las plantas llegaban aproximadamente a un metro de altura y las endebles espigas se mecían torpemente al azar, la vista era un regalo, una auténtica alfombra dorada salpicada de bellas e intrusas amapolas. Pero a ojos de niñas inquietas, y deseosas de buscar nuevos espacios de juego, encontrábamos en él un bonito lugar para escondernos de entre los tallos de las plantas. Y, sin importar el estropicio que pudiera ocasionar, disfrutábamos del divertido juego del escondite.