Tiempo de albeo
En el mes de agosto las casas de San
Bartolomé tenían que estar albeadas, como riguroso precepto, el día 24,
festividad del patrón S. Bartolomé.
Varias jornadas de trabajo se invertía en
lustrar la casa, anteriormente de los abuelos, con hileras de habitaciones que
flanqueaban un patio amplio con dos huertos en su interior y un gigantesco
árbol, una especie de pino, que nos marcaba las estaciones.
Para
albear el patio, de amplias paredes y poco alisadas, se avisaba a Pepe Burra,
un vecino amañado y de confianza, con poco trabajo y pocas ambiciones en la
vida. Mi padre, que era tan generoso, siempre le avisaba. Su esposa le guardaba
el dinero ganado dentro del colchón de paja, como hucha clandestina y más segura.
Pepe dejó de crecer muy pronto; era tan
pequeño que mi padre, que medía algo más de dos metros, con el torso bien
recto, casi le doblaba su tamaño. Bajo su sombrero negro de ala corta le
brillaban unos ojitos pequeños como lentejuelas con movimientos inquietos en
medio de las orbitas. Su voz grave y áspera se pulía entre los labios plegados
que se alargaban al hablar y facilitaba el paso a una sonrisa facilona. Era un
bonachón, cumplidor en su oficio y se notaba feliz; tal vez su esposa, llamada
Remedios, y comprometida con su nombre, se esmerase en atenderle en todas sus
necesidades.
En aquella época
llevar un apodo era bastante común. Su apelativo de Burra fue como un sello de
identidad.
Nunca supe su
procedencia. Quizás lo trajera en sus genes o se nutriera en la infancia de
leche de burra.
Por otra parte, sería
una falacia pensar que usara la leche para hidratar y oxigenar su piel, como
bien afirma la historia.
También me aventuro
decir, y esto es pecar de osadía, que revoloteara en su mente el hacer cabriolas
de zoofilia, pues en este mundo todo es posible.
Un distintivo de Pepe
eran sus enormes genitales. Tenía un abultado aparato que se hacía notar a
distancia. Al caminar movía su cuerpo con tanta soltura que parecía exponer un
hermoso trofeo de feria.
Tiempo después se supo
que tenía una hernia en sus testículos. Pero él nunca buscó solución, pues
entrar en la sala de un doctor era como pedirle a un felino bañarse en agua
fría; y menos tener que verse sobre una camilla con las piernas en forma de uve
delante de un cirujano. Y así vivía Pepe Burra, contento y sin compostura.
Muchas veces lo vi
preparando la lechada en un cubo de zinc, tan pringado que apenas se descubría
su primitivo color gris. Terciaba los componentes: agua y cal y los removía con
la pala de mano hasta obtener la necesaria textura aguada
Escuchaba a mi padre hablar
de la cal viva y de las canteras de piedra caliza. Era vivencial ese tema a
mediados del siglo XX. También recuerdo que comentaba sobre el origen del
apellido Calero, que procedía de ese trabajo realizado en las caleras.
Tiempo después supe
que los refranes “Fumar como una calera”
o “A cal y canto”, proceden de esta
industria, que fue una fuente económica muy importante en la isla hasta
mediados del siglo XX. A partir de
entonces siento respeto por las frases o dichos, porque llevan consigo una carga
de sabiduría popular.
Pepe Burra, subido en la escalera, era como si
se transformara. Tal vez se sentía crecido, o como un ángel bajado del cielo y
con licencia sobrenatural para expresar sus más severos instintos naturales.
El patio de casa era el cruce de idas y
venidas entre los cuartos, y era normal que sus hijas lo cruzaran varias veces
durante la jornada. Pepe entonces aprovechaba la ocasión. Ladeaba su tronco
para fijar sus ojos destellantes en aquellas mujercitas de andares juveniles y
cuerpitos coquetones que lucían al pasar; mientras, su mano derecha permanecía
inmóvil con la escobilla de albeo que goteaba sin parar, dejando en el suelo un
charco blanquecino.
Pepe perdía el
control, descargaba así la libido; además, añadía a su instinto sexual arrullos
y balbuceos inexpresables que acobardaban. Nosotras, blindadas con nuestro
decoro y, ante aquella mirada viciada, agilizábamos el paso para normalizar la
situación.
Mi madre no daba
importancia a esos hechos; nos tranquilizaba y decía: Son cosas de Pepe. Destacaba más el trabajo que realizaba que los
torpes devaneos de su cerebro.
Y, entre tanto, en
varios puntos de la isla, humeaban los hornos-caleras hasta conseguir que
vomitaran, semejante a una seña papal, el humo blanco indicativo de que la cal
viva ya estaba en su punto.