Uno de los momentos más gratos de mi infancia era cuando, en las tardes y después de tomarme la lección, mi madre me colocaba en el escenario simulado de la sala para ensayar una poesía.
Ella, cual experta directora de escenas, indicaba
todos los detalles:
las manos se
sacan a distinto nivel; los dedos suavemente arqueados, como formando una
espiral; debido respeto a las comas y a los puntos; tres pasos lentos en cada
situación retardada y, sobre todo, una voz clara, despejada, para ser
entendible por el público.
Y yo, con el debido respeto de una época
silenciosa y deferente, asumía cualquier corrección.
En honor a mi madre debo decir, que tales
números eran aplaudidos en las muchas representaciones en el teatro de San
Bartolomé de Lanzarote.
Una poesía inolvidable
NIÑERÍAS
Yo no soy de
esas niñas tan revoltosas,
Que se pasan
el día rompiendo las cosas.
A mí, cuando
me llevan a una visita,
Estoy a lo
primero, muy quietecita,
Y todo el
mundo dice:
¡Qué rica
nena, como se ve que tiene cara de buena,
Parece enteramente un angelito,
Qué niña tan bonita!, ¿Dame un besito?
Pero…mientras
por los codos está hablando mi mamá,
Le voy
sacando a pellizcos el peloto del sofá.
Y como se
ponga cerca de mis manos el gatito,
le cojo por
los bigotes y le tiro del rabito.
Luego ya,
poquito a poco, entro en la conversación
Y termina
por llevarse mi mamita un sofocón.
Que mi papá
era bueno, a sus amigas contaba,
Y yo le
dije, ¿Entonces, anoche, por qué llorabas?
A una señora
le dijo, Son sus dientes un hechizo,
Y yo salté,
Pues no decías que los llevaba postizos.
Y mi mamá,
que el pavo se le subía
Me guiñó un
ojo y dijo: Son niñerías.