¡Hola! Soy Loly.

Este blog, de pequeños relatos de vivencias actuales y de mi niñez, nació para contactar de forma diferente con familiares y amig@s.
Gracias por abrir esta ventana de un rinconcito de mí.

jueves, 2 de febrero de 2012

LA MAÑANA DEL DOMINGO


  Los seis días de la semana transcurrían apacibles, casi monótonos. La familia, entregada a las labores del hogar, hilvanaba cortes de vestidos; los manteles de hilo, sisnados y tensados, se colocaban en los bastidores y, bajo el pie prensatelas de la máquina, las sábanas a punto de bordar. Por ello el domingo, señalado preceptivo como fiesta del Señor, rompía la uniformidad. Era un dulce apetecible que se comenzaba a saborear desde las primeras horas.

  Como todos los días, mi madre y mi padre se levantaban rozando el amanecer; habían adquirido el hábito y no dejaban tregua ni para los domingos. Luego sus cinco hijas, más rezagadas, se desperezaban casi a un tiempo, dispuestas a preparar la mañana, que venía colmada de muchos quehaceres.

  Mi madre, llevada por un impulso natural que le resaltaba su esbelta figura, marcaba el ritmo de la mañana. Atendía primero a las inquietantes gallinas, soliviantadas por el gallo desde muy temprano. Después iba al corral del cochino, que emitía gruñidos y husmeaba en la pila su ración de afrechos.

   Mientras mi padre, con parsimonia y particular sosiego, atendía a los animales de cuadra y calmaba, con una buena carga de paja, sus agudos y desafinados rebuznos. Después de atender a las cabras y hacer el ordeño, la familia rodeaba la mesa ante un espumoso tazón de leche con gofio, un desayuno confortante.

   Era domingo y mi madre se esmeraba en la preparación del almuerzo. Momentos después, la carne para componer hervía en la cazuela, cuya tapa parpadeaba sudorosa, dejando escapar los primeros aromas. La acompañaban unas papitas menudas, boliches terrosos, que ella pelaba desde la víspera, y cuyas cáscaras caían, enfiladas como virutas, sobre el mismo delantal. Luego, una salsa gelatinosa aromatizada con hierbas frescas, lo envolvía todo. Era un halago y un goce para el paladar.

  Tocaba la limpieza general y, ante aquella casa espaciosa con muchos cuartos, huertos, patios, y hasta traspatios polvorientos, las hermanas tenían que organizarse. Se hacía un sorteo con papeles, como estrategia, para distribuir el trabajo y evitar conflictos.

  El aseo personal, a veces subrayado como odisea, se hacía con una ducha artesanal de hojalata. El depósito se llenaba con agua tibia y se colgaba a pulso en la pared. Los contratiempos eran inevitables, bien porque se derramaba parte del agua, bien porque se enfriaba antes de lo previsto y había que volver a empezar. Inmediatamente vendría el moldeado del cabello. Para ello se enrollaba cada mechón de pelo en una lámina de latón forrada de papel.

  Cuando se acercaba la hora de misa la ilusión aumentaba. La plancha de carbón incandescente repasaba las arrugas de los recatados vestidos, y los zapatos betunados quedaban lustrados con un enérgico cepillado. Faltaban los complementos que venían satinados de fervor y de olor a incienso: el velo, el rosario y el misal, en cuyo interior, una estampa bendita, marcaba la lectura del evangelio del día.

   Puestos en escena y a punto de tocar el repique, últimas campanadas, la familia se ponía en camino hacia la iglesia: mi madre con rostro piadoso, siempre de luto y en traje de chaqueta; el esposo, a su derecha, con ropa gris a juego con el sombrero, era el baluarte del respeto y cariño; y sus hijas, con simulada coquetería, iban a ambos lados. Y todos unidos por un mismo sentimiento, nacido del seno del hogar.