Manuel
No era producto del azar la belleza de aquellos cercados de cebada que
rodeaban la casa. Manuel, el jornalero, les daba vida, lo demás lo ponía la
Naturaleza, casi siempre mezquina en nubes nimbos que pudieran desparramar
frecuentes chubascos.
Era otoño. Comenzaba el ciclo de la cebada coincidiendo con sus primaras
lluvias. Manuel, rozando el alba, interrumpía el silencio del hogar con toques
de diana para reclamar la semilla necesaria para la siembra. Momentos antes
había entrado en la gañanía para echarle al camello en el comedero su primera ración de paja.
El recelo y entusiasmo que él ponía en su trabajo, siempre a la
disposición del dueño, era admirable. Había estrechos lazos de amistad y
empatía con mi padre, extendida al resto de la familia.
Manuel tenía el rostro tostado y curtido de años de trabajo a horas
intempestivas bajo el solajero, y de muchas madrugadas enserenadas. Su sombrero
negro matizado de tonos grisáceos por el polvo acumulado le cubría hasta la mitad
de la frente, lo que resultaba cómico ver esa parte de frente blanquecina en
contraste con el resto.
Un fajín negro de lana, bien ajustado a la cintura, era la línea divisoria
entre la camisa a rayas, con mangas remangadas y el pantalón de color gris
marengo.
Pero no todo era crudeza en Manuel. A su amabilidad en el trato le
añadía una media sonrisa que le daba una gracia especial. Había confianza en su
palabra y en su trabajo, por lo que le daba a la familia estabilidad emocional
y de organización.
Caminaba Manuel
con el camello encabestrado hacia el terreno. Poco después se divisaba a lo
lejos una estampa labriega, un tríptico sobre la Naturaleza.
Delante iba el camello que, con parsimonia y ostentoso orgullo,
arrastraba, sin aparentar esfuerzos, el arado romano; le seguía Manuel,
descalzo, y en la imaginaria pala central del tríptico, timoneaba con mucha
habilidad el arado, hincando su reja en la tierra, aún sedienta, hasta llegar
al barro. Controlaba el paso del camello con las riendas, a fin de que el surco
estuviera bien alineado. En la última pala aparecía Juana, su esposa, fiel colaboradora.
Ella era el reverso de la moneda. Tenía otro temperamento, más interesada y avispada,
según rumoreaban las paredes. Como apéndice de su vestimenta campesina, llevaba
una bolsa cruzada con la sementera, cuyos puñados de grano esparcía rítmicamente
a lo largo del surco.
Antes de que el verano anunciara la cosecha,
y cuando las plantas llegaban aproximadamente a un metro de altura y las
endebles espigas se mecían torpemente al azar, la vista era un regalo, una auténtica
alfombra dorada salpicada de bellas e intrusas amapolas. Pero a ojos de niñas
inquietas, y deseosas de buscar nuevos espacios de juego, encontrábamos en él un
bonito lugar para escondernos de entre los tallos de las plantas. Y, sin
importar el estropicio que pudiera ocasionar, disfrutábamos del divertido juego
del escondite.