¡Hola! Soy Loly.

Este blog, de pequeños relatos de vivencias actuales y de mi niñez, nació para contactar de forma diferente con familiares y amig@s.
Gracias por abrir esta ventana de un rinconcito de mí.

domingo, 31 de enero de 2021

 

           

                                         

                                          Tiempo de albeo

 

           En el mes de agosto las casas de San Bartolomé tenían que estar albeadas, como riguroso precepto, el día 24, festividad del patrón S. Bartolomé.

  Varias jornadas de trabajo se invertía en lustrar la casa, anteriormente de los abuelos, con hileras de habitaciones que flanqueaban un patio amplio con dos huertos en su interior y un gigantesco árbol, una especie de pino, que nos marcaba las estaciones.

   Para albear el patio, de amplias paredes y poco alisadas, se avisaba a Pepe Burra, un vecino amañado y de confianza, con poco trabajo y pocas ambiciones en la vida. Mi padre, que era tan generoso, siempre le avisaba. Su esposa le guardaba el dinero ganado dentro del colchón de paja, como hucha clandestina y más segura.

   Pepe dejó de crecer muy pronto; era tan pequeño que mi padre, que medía algo más de dos metros, con el torso bien recto, casi le doblaba su tamaño. Bajo su sombrero negro de ala corta le brillaban unos ojitos pequeños como lentejuelas con movimientos inquietos en medio de las orbitas. Su voz grave y áspera se pulía entre los labios plegados que se alargaban al hablar y facilitaba el paso a una sonrisa facilona. Era un bonachón, cumplidor en su oficio y se notaba feliz; tal vez su esposa, llamada Remedios, y comprometida con su nombre, se esmerase en atenderle en todas sus necesidades.

  En aquella época llevar un apodo era bastante común. Su apelativo de Burra fue como un sello de identidad.

  Nunca supe su procedencia. Quizás lo trajera en sus genes o se nutriera en la infancia de leche de burra.

  Por otra parte, sería una falacia pensar que usara la leche para hidratar y oxigenar su piel, como bien afirma la historia.

  También me aventuro decir, y esto es pecar de osadía, que revoloteara en su mente el hacer cabriolas de zoofilia, pues en este mundo todo es posible.

  Un distintivo de Pepe eran sus enormes genitales. Tenía un abultado aparato que se hacía notar a distancia. Al caminar movía su cuerpo con tanta soltura que parecía exponer un hermoso trofeo de feria.

 

 

 

 

 Tiempo después se supo que tenía una hernia en sus testículos. Pero él nunca buscó solución, pues entrar en la sala de un doctor era como pedirle a un felino bañarse en agua fría; y menos tener que verse sobre una camilla con las piernas en forma de uve delante de un cirujano. Y así vivía Pepe Burra, contento y sin compostura.

  Muchas veces lo vi preparando la lechada en un cubo de zinc, tan pringado que apenas se descubría su primitivo color gris. Terciaba los componentes: agua y cal y los removía con la pala de mano hasta obtener la necesaria textura aguada

  Escuchaba a mi padre hablar de la cal viva y de las canteras de piedra caliza. Era vivencial ese tema a mediados del siglo XX. También recuerdo que comentaba sobre el origen del apellido Calero, que procedía de ese trabajo realizado en las caleras.

  Tiempo después supe que los refranes “Fumar como una calera” o “A cal y canto”, proceden de esta industria, que fue una fuente económica muy importante en la isla hasta mediados del siglo XX.  A partir de entonces siento respeto por las frases o dichos, porque llevan consigo una carga de sabiduría popular.

  Pepe Burra, subido en la escalera, era como si se transformara. Tal vez se sentía crecido, o como un ángel bajado del cielo y con licencia sobrenatural para expresar sus más severos instintos naturales.

  El patio de casa era el cruce de idas y venidas entre los cuartos, y era normal que sus hijas lo cruzaran varias veces durante la jornada. Pepe entonces aprovechaba la ocasión. Ladeaba su tronco para fijar sus ojos destellantes en aquellas mujercitas de andares juveniles y cuerpitos coquetones que lucían al pasar; mientras, su mano derecha permanecía inmóvil con la escobilla de albeo que goteaba sin parar, dejando en el suelo un charco blanquecino.

  Pepe perdía el control, descargaba así la libido; además, añadía a su instinto sexual arrullos y balbuceos inexpresables que acobardaban. Nosotras, blindadas con nuestro decoro y, ante aquella mirada viciada, agilizábamos el paso para normalizar la situación.

  Mi madre no daba importancia a esos hechos; nos tranquilizaba y decía: Son cosas de Pepe. Destacaba más el trabajo que realizaba que los torpes devaneos de su cerebro.

  Y, entre tanto, en varios puntos de la isla, humeaban los hornos-caleras hasta conseguir que vomitaran, semejante a una seña papal, el humo blanco indicativo de que la cal viva ya estaba en su punto.

 

 

 

 

   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

  

 

 

 

viernes, 22 de enero de 2021

Cuento El pirata William

 

Dedicado a mi nieto Pablo,

para que disfrute de su afición a la lectura.

Enero de 2021 – Loly Ferrer

El pirata William


Mi abuelo siempre me decía: tú serás algún día un gran explorador.

Perdón, no me he presentado. Soy William y nací en Assen, una ciudad de Holanda, en el norte de Europa. De pequeño me gustaba jugar en los charcos que había en la calle, los salpicaba con los pies y jugaba con los barquitos de papel que el abuelo me hacía, pero pronto quedaban despachurrados. Una vez puse cara de triste y mi abuelo le dio tanta pena que hizo uno con un trozo de madera; y con un palo y tela de una camisa vieja hizo una vela.

-Guau!!!, me quedé flipando. Éste sí es un barco auténtico.

  Y aquí empieza mi historia de verdad, porque de mayor me hice fuerte y valiente, me gustaba las aventuras y quería navegar en un barco grande de esos que tienen muchos palos y velas.

   Era un bergantín, y con una tripulación de veinte marineros empezó mi primera aventura. Yo era el capitán; además, llevaba un mosquete, una pistola y algunos cuchillos, por si pudiera haber algún peligro. ¡Ah!, y el parche, que no podía faltar.

  Surcando las aguas del norte, unos sonidos parecidos a los rugidos de dinosaurios, nos hizo temblar de miedo. Era enorme, aparecía y desaparecía y en un soplido expulsaba un chorro de agua y vapor.

 - Es la ballena azul, el animal más grande del planeta, dijo Peter, el contramaestre, que tenía muchos años y muchas millas de navegación a sus espaldas. Llevaba un garfio en la mano izquierda porque un tiburón le arrancó la mano de una sacudida y casi se lleva el cuerpo entero.

   Escapamos de aquel lugar y cogimos otra ruta, el mar estaba tranquilo y nos gustaba estar en la cubierta viendo las olas y bandadas de mirlos cruzando el cielo. El sol le daba paso a la luna, y las estrellas brillaban como piedras preciosas. Con suerte, distinguimos la estrella Polar, la más brillante de todas, y ella nos indicó el camino, porque no llevábamos brújula a bordo.

   Pronto el cocinero nos advirtió que los víveres estaban escaseando; sólo    quedaba en la bodega una docena de huevos de tortuga, galletas enmohecidas, tres botes de miel, un barril con agua un poco turbia, algunos trozos de carne asada y cinco latas de conserva.  

  Entonces ideamos hacernos piratas. Al día siguiente tuvimos que atracar uno de los barcos que atravesaban el océano y que venían cargados de tesoros. Con el catalejo vimos uno a lo lejos. Nos acercamos y…

-¡Al abordaje!…Entonces subimos de sorpresa a cubierta. La pelea no fue   muy dura porque hicimos un trato y sólo nos aprovechamos de algunos alimentos y de un cofre lleno de joyas que las podíamos vender para comprar más comida.

   Al día siguiente, descansados de aquella gran hazaña, seguimos la ruta y después de muchos días llegamos al sur de América, y cerca del estrecho de Magallanes nos sorprendió una gran tormenta con lluvia y mucho viento tanto que las olas casi rodeaban el bergantín. Salimos ilesos. Recordé lo que un día contaba el abuelo sobre los peligros de la mar. “Si algún día te ves en apuros, tienes que poner rumbo en la misma dirección que el viento y la mar”.  En el mar del Caribe nos sorprendió un calamar enorme, de casi diez metros de largo. El peligro asechaba. Sus enormes tentáculos arrastraban el bergantín como queriendo hundirlo. Se camuflaba entre la tinta que echaba y nos confundía. Nos pusimos todos en alerta con nuestras armas, pero no podíamos sostenernos, pues el barco parecía una cascara de huevos en alta mar. Una goleta que navegaba muy cerca vino a ayudarnos porque escuchó los gritos de socorro de la tripulación.

  Todo fue inútil, el barco se hundió y sólo pudimos salvar el cofre con el tesoro.

  Al día siguiente le hicimos una fiesta al capitán porque nos salvó la vida.

  Algunos días después, cuando una mañana navegábamos tranquilamente, me sorprendió una paloma mensajera que se posó en mi rodilla. Traía una carta en el pico, e inmediatamente leí, y decía:

- Hay un niño, Pablo, que vive en Canarias, en la isla de Tenerife, que tiene un barco de pirata y te lo puede regalar para que sigas navegando por todos los océanos del mundo.

  - ¡Qué bien!, yo quiero conocer a ese niño tan atento y cariñoso. También me gustaría conocer esas aguas del Atlántico porque he leído que hay poblaciones de calderones, cachalotes, delfines, también la tortuga boba, y otras especies más pequeñas como el chicharro. ¡Qué alegría!  

 - Gracias amigo! ¡Estoy muy agradecido!, le contesté en la carta mensajera.

martes, 22 de diciembre de 2020

 


                                            Manuel

  No era producto del azar la belleza de aquellos cercados de cebada que rodeaban la casa. Manuel, el jornalero, les daba vida, lo demás lo ponía la Naturaleza, casi siempre mezquina en nubes nimbos que pudieran desparramar frecuentes chubascos.

  Era otoño. Comenzaba el ciclo de la cebada coincidiendo con sus primaras lluvias. Manuel, rozando el alba, interrumpía el silencio del hogar con toques de diana para reclamar la semilla necesaria para la siembra. Momentos antes había entrado en la gañanía para echarle al camello en el  comedero su primera ración de paja.

  El recelo y entusiasmo que él ponía en su trabajo, siempre a la disposición del dueño, era admirable. Había estrechos lazos de amistad y empatía con mi padre, extendida al resto de la familia.  

  Manuel tenía el rostro tostado y curtido de años de trabajo a horas intempestivas bajo el solajero, y de muchas madrugadas enserenadas. Su sombrero negro matizado de tonos grisáceos por el polvo acumulado le cubría hasta la mitad de la frente, lo que resultaba cómico ver esa parte de frente blanquecina en contraste con el resto.  

  Un fajín negro de lana, bien ajustado a la cintura, era la línea divisoria entre la camisa a rayas, con mangas remangadas y el pantalón de color gris marengo.        

  Pero no todo era crudeza en Manuel. A su amabilidad en el trato le añadía una media sonrisa que le daba una gracia especial. Había confianza en su palabra y en su trabajo, por lo que le daba a la familia estabilidad emocional y de organización.

Caminaba Manuel con el camello encabestrado hacia el terreno. Poco después se divisaba a lo lejos una estampa labriega, un tríptico sobre la Naturaleza. 

 

 

  Delante iba el camello que, con parsimonia y ostentoso orgullo, arrastraba, sin aparentar esfuerzos, el arado romano; le seguía Manuel, descalzo, y en la imaginaria pala central del tríptico, timoneaba con mucha habilidad el arado, hincando su reja en la tierra, aún sedienta, hasta llegar al barro. Controlaba el paso del camello con las riendas, a fin de que el surco estuviera bien alineado. En la última pala aparecía Juana, su esposa, fiel colaboradora. Ella era el reverso de la moneda. Tenía otro temperamento, más interesada y avispada, según rumoreaban las paredes. Como apéndice de su vestimenta campesina, llevaba una bolsa cruzada con la sementera, cuyos puñados de grano esparcía rítmicamente a lo largo del surco.

  Antes de que el verano anunciara la cosecha, y cuando las plantas llegaban aproximadamente a un metro de altura y las endebles espigas se mecían torpemente al azar, la vista era un regalo, una auténtica alfombra dorada salpicada de bellas e intrusas amapolas. Pero a ojos de niñas inquietas, y deseosas de buscar nuevos espacios de juego, encontrábamos en él un bonito lugar para escondernos de entre los tallos de las plantas. Y, sin importar el estropicio que pudiera ocasionar, disfrutábamos del divertido juego del escondite.        

                    

  

                        

                   

 

 

 

   

domingo, 8 de noviembre de 2020

Niñerías

Uno de los momentos más gratos de mi infancia era cuando, en las tardes y después de tomarme la lección, mi madre me colocaba en el escenario simulado de la sala para ensayar una poesía.

  Ella, cual experta directora de escenas, indicaba todos los detalles:

las manos se sacan a distinto nivel; los dedos suavemente arqueados, como formando una espiral; debido respeto a las comas y a los puntos; tres pasos lentos en cada situación retardada y, sobre todo, una voz clara, despejada, para ser entendible por el público.

  Y yo, con el debido respeto de una época silenciosa y deferente, asumía cualquier corrección.

  En honor a mi madre debo decir, que tales números eran aplaudidos en las muchas representaciones en el teatro de San Bartolomé de Lanzarote.

  Una poesía inolvidable

                                                              NIÑERÍAS

Yo no soy de esas niñas tan revoltosas,

Que se pasan el día rompiendo las cosas.

A mí, cuando me llevan a una visita,

Estoy a lo primero, muy quietecita,

Y todo el mundo dice:

¡Qué rica nena, como se ve que tiene cara de buena,

 Parece enteramente un angelito,

 Qué niña tan bonita!, ¿Dame un besito?

Pero…mientras por los codos está hablando mi mamá,

Le voy sacando a pellizcos el peloto del sofá.

Y como se ponga cerca de mis manos el gatito,

le cojo por los bigotes y le tiro del rabito.

Luego ya, poquito a poco, entro en la conversación

Y termina por llevarse mi mamita un sofocón.

Que mi papá era bueno, a sus amigas contaba,

Y yo le dije, ¿Entonces, anoche, por qué llorabas?

A una señora le dijo, Son sus dientes un hechizo,

Y yo salté, Pues no decías que los llevaba postizos.

Y mi mamá, que el pavo se le subía

Me guiñó un ojo y dijo: Son niñerías.

lunes, 24 de agosto de 2020

Floración

   

     Poco a poco el tiempo va desnudando al flamboyán. El manto rojo que rodea su base señala hoy la caducidad de la vida, al tiempo que hace votos para renacer en una nueva primavera.

    Mientras tanto, el ramillete del frondoso árbol que compuse como manualidad, embellece un rincón de mi salón.

miércoles, 5 de agosto de 2020

El flamboyán

Flamboyanes desde el balcón
Cada primavera el flamboyán, con su generosa floración de encendido color y de hojas verdes y vivaces, como recién creadas, exhibe un espléndido follaje. Todo es belleza en este árbol estacional que adorna algunas calles y plazas de nuestro entorno, y con su copa airosa y acampanada nos brinda sombra y frescor. Es agosto, y el árbol deja caer lentamente sus pétalos, como lo hacen las gotas de la lluvia horizontal sobre nuestra tierra, formando una llamativa alfombra floral. Este año decidí, a modo de manualidad, imitar un ramo con goma EVA, antes de que, inexorablemente el ciclo de la vida lo despojara de su ropaje y aparecieran las semillas en vainas para luego volver a empezar. Ese día comenzaba a formar la corola con sus cinco pétalos rojos que, previamente, había matizado con pintura tempera de color anaranjado. En ese momento me sorprendió mi hijo y apuntó: - La flor del flamboyán tiene cuatro pétalos rojos y un quinto pétalo blanco y amarillo, moteado de rojo y es mayor que los demás y se llama estandarte. Esta afirmación me dejó vacilante. Después siguió hablando de una fórmula floral, cual expresión matemática, que posee cada especie. Y luego me di cuenta que estaba delante de un especialista. - ¿Si?, le dije con cierta perplejidad. Me asomé enseguida a la ventana, miré la flor detenidamente y lo comprobé. A veces miro y no observo, me dije. Rectifiqué de inmediato, y luego comprobé otros detalles, como que dicho pétalo, a diferencia de los demás, se curva hacia arriba cuando va perdiendo vida y cae antes que los demás; y que el haz y el envés de los sépalos son de diferente color: rojo y verde, respectivamente... Ahora me parece aún más bello este árbol. En solitario es un canto a la primavera, por su hermosura y singularidades….¡¡¡Flamboyán viajero, qué bien aclimatado estás en el suelo de Canarias!!!


Poco a poco el tiempo va desnudando al flamboyán. El manto rojo que rodea su base señala hoy la caducidad de la vida, al tiempo que hace votos para renacer en una nueva primavera.

Mientras tanto, el ramillete del frondoso árbol que compuse como manualidad, embellece un rincón de mi salón.


miércoles, 29 de julio de 2020

Silvia

Regresamos de Lanzarote a finales de agosto. La estancia veraniega fue satisfactoria. Los últimos días sin embargo resultaron inquietantes. Mi esposo presentaba decaimiento físico y un estado febril alto, casi constante. Llegamos a Tenerife, e inmediatamente el taxi nos condujo al Hospital Parque, donde quedó ingresado para su reconocimiento y diagnóstico. Más tarde llegué a casa, descargué las maletas y equipaje de mano, refresqué los pies y me calcé con algo más cómodo. Fue entonces cuando mi estómago empezó a crujir y me acordé de “El Cambullón”, que prepara unos platos combinados de buen paladar. De regreso, y como nadie me esperaba en casa, me detuve en la cafetería de Francisco para tomar un café. Y fue en este lugar, llevada por el azar, donde conocí a Silvia. Mientras estaba en la terraza y, entre sorbos de café, levantaba una difusa mirada, como para distraer la estancia. Y fue en uno de esos momentos cuando me fijé en ella. Su mesa estaba a poca distancia de la mía, igualmente servida con un cafecito; a su lado había una cajetilla de cigarros y un encendedor. Todo pensado para pasar una tranquila sobremesa. Entonces los pensamientos se mezclaron en mi cerebro. En aquel tiempo, tenía la necesidad de darme a conocer, conseguir nuevas amistades, pues era una desconocida ciudadana venida de La Laguna. La idea de que ella viviera no muy lejos de la zona me ayudó a ordenar las ideas. Entonces, llevada quizás por algún halo de simpatía notado en su presencia, tomé una decisión. Y con el mismo afán, como se desgarra con ganas un pliego de papel, me acerque a ella y amablemente compartimos mesa. El encuentro fue muy grato. Desde el primer momento me sentí cómoda. Salvados los primeros minutos de protocolo, la conversación fluía entre preguntas y respuestas, como buscando un motivo del encuentro. Tiempo después, Silvia confirmó lo mismo, mientras recordábamos aquel primer acercamiento del año 2015. En días sucesivos coincidíamos en diversos horarios y lugares, nos saludábamos amistosamente y cada vez se acentuaba más el diálogo y el entendimiento. ¡Cuántas veces nos encontramos en la Rebotica!. Un lugar acogedor, lleno de historia y al pie de un gigantesco ficus, con ajetreo de personas en sus idas y venidas. Pasa buenos ratos en su terraza, y para acompañar la tarde, prefiere un cortado o una cerveza. Los contactos con amigas son frecuentes, con citas o en encuentros esporádicos, porque Silvia tiene ese don especial, de delicadeza en el trato y empatía cuando escucha a los demás. Tampoco se incomoda cuando está sola; la soledad es un reencuentro consigo misma y si se desea, genera paz y armonía. Silvia cuenta sus memorias con auténtica pasión. Sus habilidades son muchas. El buen gusto por la moda lo lleva impreso. Relata que confeccionaba la ropa de sus hijas con vistosos volantes y delicados encajes y piquillos que, cuidadosamente, se los quitaba a otras prendas para adornar sus vestidos, pues dichos adornos escaseaban en las mercerías. Los modelos de trajes de novia hecho para sus hijas, eran elegantes figurines. No es persona ociosa, ni se la ve sentada en un esponjoso y reclinable sillón mientras ve pasar las horas. Vive los problemas con intensidad. Alerta a las noticias, juzga y expresa su opinión con razonamiento lógico. Critica la desidia del representante del Ayuntamiento de la ciudad cuando ve las calles sobrantes de papeles o de hojas de árboles, y bullicio de gente a deshora que, en ocasiones, se ha visto obligada a llamar a la autoridad. Esta es Silvia, una ciudadana ejemplar. Se complace al hablar de su familia, de cuatro generaciones. Algunos están lejos, otros cerca de ella, y todos la quieren y cuidan con esmero. Procuran cubrir sus necesidades al máximo, tanto que a veces piensa, con cariño, que no necesita tantas atenciones, porque ella se siente aún muy capaz. Cuando habla de su bisnieta más pequeña, hace una simpática réplica de su voz y de sus gestos. Otra de sus habilidades es el arte y gusto para cocinar, sus trucos y secretos le lleva a preparar sabrosos platos. Bromea con su hijo para ver quién prepara la paella más gustosa, y puedo asegurar, quién ganaría la apuesta. Un día comprobé su buena mano de cocinera, cuando degustamos un sabroso plato de paella en el ambiente acogedor de su hogar. Los buenos ratos vividos con Silvia son muchos, incluso, jugando al rummikub. Sólo con su templanza y atención me llena de simpatía, y a veces me sorprende con ese puntito de humor lúdico, tan propio de su personalidad. Loly Santa Cruz de Tenerife, junio de 2020